Moraleja
No ser hombre ejemplar
En un libro mío – España invertebrada- he insinuado una doctrina sobre el origen de las sociedades, que discrepa sobre manera de las usadas. Según ella, la sociedad humana solo tiene semejanzas externas, inesenciales, con las llamadas “sociedades animales” de que el evolucionismo quería derivarla. La sociedad histórica es un fenómeno esencialmente diferente de grey, rebaño, tropel, bandada, hormiguero y colmena. Por otra parte, no es tampoco un desarrollo del grupo familiar. Este último, si se entiende con algún rigor, aparece con posterioridad a la sociedad y como una incubación interna a ella. Seriá, pues, la sociedad un fenómeno irreductible y último. Esta convicción mueve a Aristóteles a hablar de un instituto político en el hombre. Pero no nos define claramente cuál sea la función de ese instinto. ¿Se trata de lo que vagamente llamamos tendencia a la sensibilidad, es decir, a la mera aproximación e informe convivencia? Esto no bastaría. No hay sociedad sin una estructura estable, aunque sea muy elemental. No hay sociedad si no existe en los miembros la conciencia de pertenecer a un grupo.
Múltiples datos, sobre todo etnológicos, fuerzan a pensar que la sociedad nace de la atracción superior que uno o varios individuos ejercen sobre otros. La superioridad, la excelencia de cierto individuo produce en otros, automáticamente, un impulso de adhesión, de secuacidad. Las maneras o usos de esa persona eminente son adoptados como normas sobre individuales por los entusiastas atraídos. Si hay, pues, que hablar de instituto diríamos que el instinto social consiste concretamente en un impulso de docilidad que unos hombres sienten hacia otro en algún sentido ejemplar. Esa relación dinámica entre el hombre ejemplar. Esa relación dinámica entre el hombre ejemplar y el anhelo de seguirle, de conformarse a él, que actúa en los demás, aparece en todas las sociedades desde las más toscas y primigenias hasta la más elevadas y como desmaterializadas hasta la más elevadas y como desmaterializadas. Así, la iglesia cristiana esta, en su esencia y nervio últimos constituida por cristo y sus dóciles. La docilidad, el seguimiento, como con expresión algo inadecuada suele decirse, la “imitación de cristo”- es la realidad dinámica que ha constituido la iglesia cristiana. En su gigantesco desarrollo esta ha llegado a ser, claro, esta, muchas otras cosas más. Pero todas ellas viven de aquella actividad nuclear, y la realidad histórica de la iglesia depende en cada momento del fervor de docilidad que los fieles les sientan hacia la ejemplaridad de Jesús. Pensando de esta manera, ha de parecerme forzosamente que cuando un hombre llega a ser ejemplar en algo, alcanza lo más alto que al hombre es permitido. Pero toda potencia del hombre trae consigo su vicio en que aquella se desvirtúa y falsifica. Frente a la auténtica ejemplaridad hay una ejemplaridad ficticia e inane. Una y otra se diferencian, por lo pronto en que el hombre verdaderamente ejemplar no se propone nunca serlo.
En el falso ejemplar, la trayectoria espiritual es de dirección opuesta. Se propone directamente ser ejemplar; en qué y cómo es cuestión secundaria que luego procura resolver. No le interesa labor alguna de terminada; no siente en nada apetito de perfección. Lo que le atrae, lo que ambiciona, es ese efecto social de la perfección –la ejemplaridad-. No quiere ser gran cazador o guerrero, ni bueno, ni sabio, ni santo. No quiere en rigor, ser nada en sí mismo. Quiere ser para los demás, en los ojos ajenos, la norma y el modelo. No advierte la contradicción que en este propósito hay. Porque la ejemplaridad es un resultado automático y como mecánico de alguna perfección, y esta no se consigue si no existe un frenético amor y apasionada entrega a una labor determinada. Al proponerse, desde luego, aquella, desvía su persona del entusiasmo ingenuo hacia toda actividad completa, y se queda con la mera forma de una realidad que solo se realiza mediante algún contenido. De aquí otra diferencia radical entre ambas suertes de ejemplaridad. El buen ejemplar no puede serlo si no es fecundo, creador de algo. El mal ejemplar no crea nada positivo y valioso. No es verdaderamente hábil, ni sabio, ni siquiera bueno a los ojos de los demás, no lo es en verdad. Véase como el propósito de ser ejemplar es, es su esencia misma, una inmoralidad. La esterilidad del falso ejemplar es consecuencia inevitable de su propósito. Como no se siente originalmente arrastrado hacia ninguna labor positiva ni goza de aptitud especial para ellas, tendera a subrayar más en su vida la perfección en el no hacer que el hacer. Yo he conocido y conozco algunos de estos hombres “ejemplares” y siempre me ha divertido sobre manera contemplar la astucia con que eluden todo lo que es creación, faena positiva, y se las arreglan para dar a la esterilidad un valor positivo. Así el orden intelectual, el falso ejemplar acentuara mucho la prudente abstención del juicio, insistiendo sobre lo difícil, lo aventurado que es toda afirmación o negación taxativas. Si después de haber pensado mucho sobre algo, encendido por el fervor de un descubrimiento, hacemos alguna aserción, el falso ejemplar no nos dirá: “En efecto, es así”, o bien: “Yo creo todo lo contrario”, sino que nos dirá: “Es posible, es posible. ¿Quién sabe?” con lo cual quedamos corridos, avergonzados de nuestra petulancia y ligereza, maravillados de la superioridad residente en aquel hombre, el cual genialmente no olvida nunca que la mente puede errar. Y necesitamos un buen rato para caer en la cuenta de que, bajo nuestra sentencia, no obstante, su aspecto de enérgico dogmatismo, existía también esa general sospecha que va aneja a todo juicio humano y que, por lo mismo, no necesita ser formulado en cada caso. El falso ejemplar es, asimismo, poco amigo de la literatura, para la cual, por su puesto, carece casi siempre de aptitud. En su opinión, el literato corre siempre el riesgo de convertir arte en un pretexto para el propio lucimiento. Como el mismo es un temperamento radicalmente vanidoso y todo lo que lo hace en vista de los demás, o, lo que es peor, convirtiéndose al modo de narciso, en espectador de sí mismo, propende maniáticamente a suponer donde quiera el prurito de lucirse, y desconoce el amor generoso y directo al mero ejercicio de una potencia.
La mayor parte de los españoles no va a los toros. Por una u otra razón, esta fiesta los aburre o les repugna. Sin embargo, un día, cediendo a tal o cual circunstancia, ese español que no va a los toros asiste a ellos. La infrecuencia del caso, lo insólito de los motivos que le han hecho aquella vez o veces asistir, le dan, sin embargo, derecho, a considerarse como alguien que no va a los toros, si va alguna vez, lo hace precisamente porque no da importancia al no ir. El falso ejemplar convierte el hecho sencillísimo y negativo de no ir a los toros en una hazaña positiva. Lo propio le acontece con la lotería. Mientras un sinnúmero de compatriotas que no juegan a la lotería caen en ello alguna vez, el falso ejemplar ser rehusará gravemente a jugar ni siquiera esa vez y dará a esta sencilla abstención un aspecto heroico. A viajar preferiría la tercera clase. No por razones positivas- falta de medios, deseo de observar las clases inferiores-, sino precisamente para “no ir en primera”. Esta propensión a dar importancia a las cosas que no la tienen es un síntoma inequívoco de falsa ejemplaridad, y se produce ineludiblemente en todo el que, esperando a toda hora cosas grandes de sí mismo, no es capaz de entregarse a una actividad determinada por vivir preocupado de su propia ejemplaridad. En vez de procurar aventajarse en alguna de las tareas importantes del superior repertorio humano, sumergiéndose en ella sin remilgos, el falso ejemplar tiene que comenzar por dar importancia a lo que no lo tiene, a fin de poder ser algo ejemplar. Y como es más fácil no hacer que hacer, su heroísmo se compondrá, sobre todo, de renuncias y abstenciones. El falso ejemplar no es el santo, sino el “santón” y como este, florece en los pueblos que sufren decadencia y se apartan de los grandes apetitos vitales. Donde quiera la plebe ha sentido mágico respeto hacia esos hombres extraños que se abstienen-los “santones”-. Las clases más robustas en cambio, los han despreciado siempre y no preguntan nunca, para estimar a un hombre, que es lo que no hace, sino al revés, que hace.
«El buen ejemplar no puede serlo si no es fecundo,creador de algo»
El hombre “ejemplar” tiene que compensar la futilidad de sus normas (negativas y referentes a cosas sin importancia) con un enorme rigor en seguirlas. De esta manera, al evitar toda excepción en su cumplimiento, adquiere su conducta cierta cómica grandeza. Irónicamente hacia contar el padre de Pio Baroja, como una de sus hazañas, no haber visto nunca jama un drama de Echegaray y haber estado solo en la Puerta del Sol. Cosas parecidas, solo que en serio, constituyen la heroicidad habitual de los hombres “ejemplares”, que vienen a ser la novela por entregas de la virtud. La perfección moral, como toda perfección, es una cualidad deportiva, algo que se añade lujosamente a lo que es necesario eh imprescindible. De aquí que, como en todo deporte, contenga la perfección moral en un grano de ironía y se sienta a si misma sin patetismo alguno. La mera corrección moral es cosa con que no tiene sentido jugar; porque significa el mínimo de lo exigible. Pero la perfección no nos la exige nadie; la ponemos o intentamos nosotros por libérrimo acto de albedrío, y, sin duda, merced a que nos complace su ejercicio. De aquí que el hombre perfecto en algo, siente la fruición de faltar alguna vez sus propias normas y caer, por decirlo así, en pecado. Otra cosa es idolatría de la norma, como si esta tuviese por su materia misma un valor absoluto y fuese necesaria. Pero la norma de perfección vale simplemente como la meta para la carrera. Lo importante es correr hacia ella, y el que no la alcanza no queda por ello ni muerto ni deshonrado. El tirano de Siracusa que mando fustigar a su hijo porque tocaba demasiado bien la flauta, hizo lo que debía. Porque tocar sin defecto la flauta solo puede conseguirlo quien haga de ello un oficio, y no es el de flautista oficio adecuado al hijo de un príncipe. Parejamente es ilícito hacer de la ejemplaridad virtud una profesión. Por eso el hombre de tacto se complace en faltar de cuando en cuando la normas que el mismo se ha impuesto, en quebrar su efectiva ejemplaridad a fin de dejar un breve hueco entre su vida y la perfección abstracta que le sirve de meta. Nuestra existencia no debe ser un paradigma, sino un sesgado curso entre los modelos que a la vez nos aproxima a ellos y gentilmente los evita. Algo así como, según Nietzsche es la buena prosa: la cual se hace siempre en vista del verso, eludiéndolo con grácil fuga en el momento decisivo.
José Ortega y Gasset